sábado, 16 de abril de 2011

EL SÍNDROME DE DIÓGENA


Desde que mi amiga Leticia me ha descubierto el Vintage, no veo la hora de visitar a toda mi parentela caduca y a sus vecinos con afán-de-afan-ar todo objeto sesentero que se me ponga a mano para amueblar mi apartamento con un toque chic a la par que retro. Pero lo del otro día ya pasó de castaño oscuro…


Resulta que veníamos una amiga y yo divinísimas de la muerte y todas emperifolladas de asistir a la cuarta función (no ganamos para la primera) del Barbero de Sevilla. Mientras intentábamos caminar con aplomo sobre nuestros peep toes a la par que negociábamos dónde tomar una copichuela para comentar los gorgoritos del barítono pasado de kilos y el empaste de las voces del coro (ojo, que nada tiene que ver este empaste con el de Vitaldent), pues resulta de que así, todo de repente y sin previo aviso, se nos plantan en nuestro camino dos lamparones de la época del rey-que-rabió. Y nótese que cuando hablo de lamparones no me refiero a esas manchas de grasa que no se quitan ni con el Kalia Oxigenio, sino a dos pesadas, pesadísimas lámparas de pie, que a tenor del color verde mohoso que presentaban, parecían ser de bronce. De oro ya habría sido demasiado, pero bronce no estaba mal como segunda opción. Aquel tesoro aparecido de la nada tenía cierta similitud con las tentaciones de Jesús en el desierto, pero dado nuestro carácter agnóstico y práctico, nos bastó una mirada para comprender que entre el-qué-dirán y lo-gratis-total, nosotras nos quedábamos con la segunda opción y la condenación al fuego eterno.

Ojeamos alternativamente a izquierda y derecha varias veces seguidas, como si estuviéramos en un partido de la final del Roland Garros, y ocultando las lámparas con nuestros cuerpos serranos y peripuestos para la ópera, esperamos disimuladamente unos minutos para asegurarnos de que no pertenecían a alguien que estuviera haciendo la mudanza a horas intempestivas. Habiendo contado hasta sesenta y sin considerar la posibilidad de una cámara oculta para ladronzuelas de barrio, nos abalanzamos cual hienas rabiosas sobre aquellos trofeos puestos junto a los contenedores de basura por la misma mano de Dios a través del vecino ricachón de alguno de aquellos pisos que oficiaba como espíritu santo, glorioso y dadivoso.

La escena subsiguiente fue penosa donde las haya. La basura del portal de gente bien tenía que atravesar media ciudad en nuestras lindas manos mientras que caminábamos con dignidad y nos decíamos, convencidísimas de la cuestión, que nuestra acción era casi una obra de caridad y que estábamos contribuyendo al REciclaje, a la REutilización, a la REstauración y a no sé cuántas REpamplinas más. El caso es que cada poco teníamos que parar porque nuestros brazos no son los de Popeye y aquellos trastos pesaban la de mi madre y la suya juntas. Coger un taxi no parecía factible dado el tamaño de nuestro hallazgo, así que cuando hacíamos la parada de turno – cada dos por tres, seis pasos- procurábamos detenernos frente a algún banco de la calle para colocar a ambos lados las farolas portátiles y que todo pareciera un trampantojo si alguno de los viandantes (pocos a aquellas horas) nos echaba la vista encima. Vamos, que parecíamos una escena decimonónica digna de la mismísima Regenta. Que ahora que lo pienso, si aquel día llega a pasar un director de cine por allí y nos ve de refilón en aquel decorado improvisado, tan absurdas como dignas, nos habría fichado sin ninguna duda para su próxima película. Pero bueno, el caso es que no nos vio ningún director ni nosotras vimos a ninguno. Hago un inciso para señalar que nosotras no hubiéramos podido ver ni al mismísimo George Cloonie aunque se nos cruzara a medio metro, porque nuestra mirada no se apartaba de nuestros propios pies para no enredarnos en el cable o resbalar con alguna caca de perro, lo cual habría sido ya el acabose. Que una cosa es ir de pija y cargar con basura y otra, muy, pero que muy distinta, es oler a basura propiamente dicha. Los lamparones, todo hay que decirlo, no olían a nada. Si acaso un pelín a moho o alcanfor, pero de forma sutil, más o menos como mi tía abuela Segismunda, que da un poquillo de grima, pero poca, y además lo disimula bastante bien a base de colonia Joya.

Convencidas de que estábamos ante el hallazgo del siglo y que el hombre de Atapuerca palidecería cuando nuestra gesta nocturna saliera en prensa, nos pusimos al día siguiente en contacto con la gurú del Vintage para que nos diera su opinión, la cual, sin osar reirse a mandíbula batiente pero con una sospechosa sonrisilla de medio lado, nos dio a entender entre palabras edulcoradas y almibaradas que el único beneficio de cargar con aquellas moles había sido para nuestro tono muscular; que más que vintage, aquello parecía un castigo divino, y que mejor que llevarlo a un chatarrero, que no nos daría ni para la gasolina, nos aconsejaba dejarlo a horas intempestivas en algún portal para que el camión de la basura o, en su defecto, alguna otra aficionada al reciclaje imposible, hiciera el trabajo por nosotras.

Cabizbajas y heridas en nuestro orgullo, hemos decidido desde aquel aciago día abandonar el síndrome de Diógena en el que tantas y tantas ilusiones habíamos puesto, y dejar nuestra decoración Vintage a la par que Chic en manos de una profesional porque es ley divina de la muerte y por los siglos de los siglos amén que Dios da Jena a quien ya tiene mechas…

3 comentarios:

Bizarresca dijo...

esa bicicletina con un lacado y una cesta con flores ....

Regalos Publicitarios dijo...

Me ha encantado la entrada! Un saludo

lole ★ laloleblog dijo...

Esa odisea ya lo he vivido yo...
Ay el trampantojo,...jajjaja, casi me meo! Qué bueno haber llegado aquí desde el blog de Leticia. Besos!