jueves, 16 de diciembre de 2010

MUEBLES DE SEPELIO

Los O'Reilly, como todas las familias de rancio abolengo, tenemos nuestros secretos y peculiaridades y, si bien es cierto que no somos amantes de airear nuestros trapos sucios, hoy, así en petit comité, vengo dispuesta a abriros mi corazón y contaros una pequeña historieta de familia.

Resulta que mi bisabuela paterna tuvo la mala suerte de ir a fallecer repentinamente en su pueblo natal cuando realizaba una visita a su hermana pequeña. Y digo mala suerte no porque Manzanita Bay, Washington, sea un mal lugar para morir. Es un lugar como cualquier otro (un poco más húmedo, eso sí), pero traer un fiambre de un lado a otro del Atlántico costaba un potosí. Y si bien mi bisabuelo podría habérselo permitido, no era él muy dado a sentimentalismos y sí muy mirado para los gastos superfluos, así que, sin encomendarse a Dios ni al Diablo, decidió que lo mejor era que le dieran sepultura en el cementerio local de Manzanita.



Aquella decisión supuso un grave enfrentamiento con su hija mayor, mi abuela, que prometió repatriarla tan pronto como mi bisabuelo pasara al otro barrio. Y dicho y hecho. Tardó seis años, pero en cuanto el hombre falleció, a mi abuela le faltó tiempo para realizar todos los trámites pertinentes. En cuestión de pocas semanas, sobrevolaba el Atlántico con una especie de caja fuerte sobre su regazo que contenía unos cuantos huesecillos blancos como la nieve y un par de medias de nylon que estaban como el primer día. (Que a mí siempre me ha quedado la intriga de saber dónde las habría comprado porque las de Calzedonia no me duran ni dos puestas).

El caso es que cuando por fin llegó mi abuela con su trofeo bajo el brazo y una sonrisa de oreja a oreja, todos la recibimos con gran alborozo. Todos menos mi padre, su hijo mayor, un señor serio y circunspecto dotado de mostacho y patillas demodé, que le preguntó a su madre qué iba a hacer con la caja hasta que el Panteón familiar hubiera sido reparado y convenientemente acondicionado. En aquellos días teníamos goteras en el Panteón y había que acometer una reforma inmediata antes de que los tatarabuelos pillaran una pulmonía.

Como en el caserón familiar sobraban metros cuadrados por todas partes, a ninguno nos pareció raro instalar a la bisabuela Memé (como nosotros la llamábamos) en una de las múltiples habitaciones para invitados que raramente se ocupaban. Elegimos aquella más dotada de rosarios y cruces que encontramos, acondicionamos una mesita a modo de altar, colocamos la caja y encima le pusimos un tapete muy mono de ganchillo, un jarrón, algunas flores secas y una virgen del Carmen, a la que ella había sido muy devota. Al fin y al cabo, tenía que sentirse cómoda porque nadie sabía cuánto tiempo iba a durar la reparación del panteón...

Pasó el tiempo y el rincón de Memé se convirtió casi en lugar de peregrinación para la familia. Mi abuela iba allí a rezar y a hablar con ella. Mis hermanos y yo escondíamos nuestras huchas en la mesita que actuaba de soporte, seguros de que nadie iba a ir a buscarlas allí. A nosotros no nos daba ningún miedo pensar en Memé. Todo lo contrario. La adorábamos porque cuando éramos muy pequeños siempre nos sonreía, nos decía "sweetie" y nos daba monedas de cinco duros. Hasta a Trosky, nuestro setter, le entró la manía de ir a aquella habitación cuando le reñíamos. En las raras ocasiones que tuvimos invitados, les enseñábamos la casa y de forma casual comentábamos que allí descansaba Memé. Supongo que la gente pensaba que nos referíamos a la cama y miraban de pasada, no sin cierta aprensión, confirmando que la familia O'Reilly era un poco rara. Incluso hubo algunos invitados que llegaron a pasar la noche en el cuarto. A esos no les decíamos nada de nuestro particular altarcillo para que no durmieran inquietos.

El panteón llevaba ya unos tres años reparado pero nadie parecía acordarse de ello. Abuela y nietos conspirábamos silenciosos para que nos la dejaran allí. De vez en cuando mi abuelo movía de un lado al otro la cabeza y musitaba que aquello no estaba bien, pero no osaba enfrentarse a mi abuela. Todo iba bien hasta que un día salió el tema durante la comida de los domingos y a mi padre se le erizó el bigote y juró en arameo al enterarse de que los restos de su abuela todavía no habían sido trasladados al correspondiente nicho. Sabedor de que no podía imponer su criterio a la fuerza en contra del de su madre, convocó una votación democrática (en casa somos muy demócratas) para elegir el lugar en el que debería descansar la bisabuela. Nuestras votaciones tenían la particularidad de sumar años y no votos, por aquello de que no ganáramos siempre los más numerosos, que éramos precisamente los niños. Mi padre y mi madre votaron a favor del traslado (50+52). Mi abuela en contra (72). Mi abuelo se abstuvo. Mi hermano Horacio (13), mi hermana Adelaida (7) y yo (9) votamos en contra y quedamos a un solo voto de la moción del traslado. De hecho, mi hermano Horacio intentó impugnar la votación porque no se había permitido participar a Trosky (pero no coló).

Así pues, no nos quedó más remedio que llamar al sacerdote y proceder con el ritual. A mi abuela le costó mucho despegarse. Decía que, de alguna forma, sentía como si se separara de su madre por segunda vez y los últimos años de su vida se los pasó insistiendo en que ya tenía ganas de reunirse con los suyos. Estoy convencida de que murió feliz pensando en el reencuentro. Nosotros, por nuestra parte, nunca olvidamos el tema, y siempre que podemos lo sacamos a colación en los encuentros familiares. Ayer, sin ir más lejos, cuando leí en un anuncio por palabras que alguien vendía "muebles de sepelio" (en lugar de sapelly), me vino a la cabeza la imagen del altarcillo de Memé y pensé que me hubiera venido muy bien tenerlo ahora para decorar una esquina -muerta- que tengo en el salón de mi piso...

1 comentario:

Maribel Coscoxo dijo...

Cielos, no tengo nada ingenioso que decir, pero... me ha encantado la historia y quería que lo supieras :)